La fotografía de nuestra vida

Si tuviésemos que elegir una fotografía que fuera la más importante de nuestra vida, seguro que tiraríamos de álbum de fotos acartonado por el paso del tiempo y que no hemos abierto en mucho tiempo. Por supuesto, tendríamos que ir a casa de nuestros progenitores a por él.

Ni se nos ocurriría encender el ordenador para seleccionar una de esas decenas, cientos, miles de fotos scattate en nuestros viajes, o reuniones amigo-familiares. Empezaríamos por aquella foto sacada por un alargado aparato de los años 80 que se abría deslizando hacia un lado y que tenían todos los turistas franceses. Con suerte, encontraríamos una instantánea de una “polaroid 1000”, que no era de nuestros padres claro, sino de alguna tía solterona que era más progre y solía tener este tipo de cámara.

Por supuesto, los motivos de estas fotos eran los siguientes: nosotros de pequeños en una playa, en bañador, gorro blanco -sabéis a cuál me refiero- y calcetines porque la arena quemaba; nosotros en el pueblo, junto con otros dos primos subidos en un burro y sujetados por no se qué amigo de no se qué tío de nuestros padres; o nosotros en carnavales disfrazados. Eso sí, esta última foto hecha en casa, cuando todavía estábamos bien vestidos. No nos convencen, así que seguimos sacando con fuerza, porque están encajados, otros álbumes que nos descubran esa foto que estamos buscando.

Nos entretenemos un montón, y descubrimos que son buenas fotos, elegidas, seleccionadas, cribadas, en el mismo momento de su ejecución. Y es que sólo había veinticuatro posibles obras de arte en el carrete de nuestra Kodak. ¿Cómo podíamos vivir con tan mísero número de fotos? Y no se podían repetir. No se miraban para ver si había quedado bien. No.

Uno tenía que comprobarlo en el banco más cercano a la tienda de revelado, con entusiasmo y nerviosismo. A ver si éstas no se “han velado”… Y si estábamos unos cuantos amigotes, comenzaba la cadena y el pasa ya la foto y no pongas los dedos encima.

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